La naturaleza y nosotros

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“La cámara es un medio fluido de encontrar esa otra realidad”

Jerry N. Uelsmann

 

Montserrat Soto se vale de la fotografía y el video para captar imágenes de la realidad que se tornan inmateriales en segunda instancia, cuando se registran en la cámara y durante el proceso que sigue hasta llegar a nosotros, espectadores, en los espacios de exposiciones. En este sentido, lo que recibimos quienes no estuvimos allí, en el lugar y el momento de la captación de cada parcela y objeto real, es una suerte de refracción con otro aliento, una visión que nos llega de modo indirecto e incluso mediatizado. Con razón dice Susan Sontag que “las imágenes fotográficas tienden a sustraer sentimientos de lo que experimentamos de primera mano, y los sentimientos que despiertan generalmente no son los que tenemos en la vida real. A menudo algo perturba más en la fotografía que cuando lo experimentamos realmente”1.

No cabe duda de que, en principio, la artista viaja con sus cámaras y hace fotografías siguiendo únicamente sus propias inclinaciones a partir de un proyecto general de trabajo. Es ella sola quien descubre esas parcelas de la realidad, quien las tiene delante, quien lleva a cabo la selección y el momento de lo que registra. Más tarde, al volver al estudio, es cuando, con las imágenes delante, empieza a pensar en el perfil definitivo de la obra que quiere realizar con ese bagaje, ahora virtual, y en cómo hacer participe al espectador de la experiencia vivida. Lo decisivo para nosotros es, por tanto, la presentación final de esa memoria representativa que tiene el poder de ampliar la mirada.

Estas obras quieren involucrar al espectador de forma que él mantenga un papel activo en el hecho de la representación. Así es, la presencia del cuerpo real y material de quien entra en la escena propuesta por la artista viene a desempeñar una función complementaria –y necesaria- a la virtualidad de los espacios creados, que , gracias a esa compañía, a esa ocupación, se convierten en espacios con existencia verdadera en el presente donde acaban fundiéndose las nociones de corporeidad e incorporeidad, de movimiento y de suspensión, de acotación interior y de extensión espacial externa, de tránsito y de detenimiento. Además, la ausencia casi total de imágenes antropomórficas o animales en las fotografías y videos de la artista se explica porque es el espectador, con su cuerpo móvil y su configuración interna, quien se erige en el auténtico personaje de sus trabajos, en el ser que viene a poblarlos o a percibirlos en su propio horizonte, a menudo sin solución de continuidad entre el lugar que pisa realmente y el otro que la obra propone. Para él, y desde las fotografías y videos, se abren pasillos y caminos, miradores, ventanas, puertas, arcos y grietas, así como se interponen barreras visuales que impiden pasar o percibir con el sentido de la vista lo que hipotéticamente está detrás.

Paisajes y arquitecturas se despliegan ante nosotros reclamado nuestra participación, la inmersión en ese otro escenario que esta ahí mismo, fundido al sitio que ocupamos, aunque su cuerpo y su verdadero respiro correspondan a una realidad lejana. Su disposición nos incita a llevar a cabo inmediatos recorridos sólo físicamente utópicos, hostigando la esfera del conocimiento y de la imaginación y poniendo en marcha resortes del ámbito psicológico como el deseo y la aporía. Otras veces una barrera visible nos detiene, nos pone a cierta distancia del objetivo, como si la distancia fuera un requisito necesario de la percepción o bien un anuncio de lo hermético.

No todo resulta, por tanto, completamente accesible en esta obra. Parece que Montserrat Soto quiere dar a entender que lo que no se revela tiene asimismo enorme importancia, que hay zonas inalcanzables –o sólo en parte accesibles- capaces de transmitir mensajes significativos en sus incógnitas, en su misterio. Porque el hombre actual de nuestras sociedades, plenipotente e invasor, ha roto la luminosidad de las cosas, profana con frecuencia el enigma externo que antaño daba sentido a lo que se escapa del control de la propia vida. A este respecto, Jung escribió que en la mente cultural del hombre contemporáneo “se puede constatar un alarmante grado de disociación”. El hombre “esta ciego para el hecho de que, con todo su racionalismo y eficiencia, está poseído por “poderes” que se encuentran fuera de su dominio. No han desaparecido del todo sus dioses y demonios; solamente han adoptado nuevos nombres”2.

Los trabajos recientes de Montserrat Soto hacen un especial hincapié en la destrucción ejercida por el hombre, o bien por obra del tiempo y los fenómenos atmosféricos cuando las cosas construidas quedan en abandono. Esto último se pone de manifiesto en las series fotográficas que llevan el nombre de los asentamientos saharianos Ouadane y Chinguetti, ambos en Mauritania y próximos entre si. De Ouadane, de origen medieval y antiguo cruce de caravanas en pleno desierto, vemos ahora las ruinas de una ciudad de piedra levantada en el siglo XII sobre un asentamiento pétreo que denota la existencia entonces de una cultura refinada, una ciudad de propensión vertical abierta y actualmente fantasmagórica en su desmoronamiento y soledad. De Chinguetti, a su vez, nos llega la imagen silenciosa de un abandono paulatino a causa de la invasión sin freno de la duna. La arena movediza la va enterrando, sus puertas y ventanas permanecen cerradas en la horizontalidad de su trazado ocre, y la artista no nos deja transitar por sus calles a diferencia de lo que sucede en la aproximación al poblado anterior.

En efecto, las imágenes de Ouadane, a veces montadas de manera libre por Montserrat Soto, y ampliadas a grandes formatos de modo que el espectáculo arquitectónico adquiera dimensiones más próximas a la realidad, se exponen desde el arranque inferior de la pared, dejando que su base coincida más o menos con nuestra base, con el suelo que pisamos y sin vallas ni obstáculos superpuestos que impidan seguir la hipotética andadura aunque ésta pueda resultar muy accidentada. A Chinguetti, por el contrario, no se nos deja pasar físicamente a partir de un punto, un punto marcado por la barandilla de barrotes de hierro procedentes de otra fotografía dispar que la artista ha introducido en las obras valiéndose del ordenador. Con este proceder, y mediante una ampliación menor colgada a cierta altura del muro, se nos obliga a una contemplación a distancia, a una reflexión sosegada sobre lo que vemos, mientras que las piedras derribadas o a punto de derribo de Ouadane parece que se nos vienen encima amenazando también nuestra integridad.

Son, en ambos ejemplos, imágenes cargadas de memoria, una suerte de revisitaciones imposibles de lo que se ha extinguido o está a punto de extinguirse. Son, asimismo, imágenes metafóricas de la muerte. Como son imágenes del declive, violento incluso, las fotografías de la serie de los invernaderos que hace poco reunió en la exposición de Valencia. Estas obras del año 2003, al igual que las de Chingueti y Ouadane mencionadas, forman un conjunto diferenciado de los invernaderos en uso que hemos visto con anterioridad –la serie fue empezada en el 2002-, y denotan un Apocalipsis de plástico bajo el que yace una tierra esquilmada y frente al cual se rompió un hermoso horizonte natural: la línea azul de unión entre el mar y el cielo de Almería. Aquí la acción atmosférica, tras el abandono por otros sistemas de cultivo más modernos y eficaces, ha sido devastadora en poco tiempo sobre todo por los efectos del viento. Pero, al contrario de lo que ocurre en los poblados del desierto que hemos comentado, integrados naturalmente en el paisaje arenoso y envuelto en silencio, los invernaderos construidos en zonas antes mayoritariamente vírgenes de Almería suponen una agresión artificial y horrenda a un paisaje pleno de grandeza.

Los invernaderos destruidos han dejado un cementerio de redes sintéticas hechas jirones, en una agitación convulsiva del mal morir. Parecen campos arrasados tras la batalla donde acaba feneciendo lo que antes ocasionó un asalto despiadado. La memoria no se llena de añoranza aquí, y el enorme osario se nos muestra yermo en todos los sentidos, salvo en su aspecto todavía amenazante. Bataille ya lo advirtió: “La negación de la Naturaleza llevada a cabo por el hombre –elevándose sobre una nada que es obra suya- dirige sin desvío al vértigo, a la caída en el vacío del cielo”3.¡Qué distinta esta situación de la de Ouadane! La destrucción que Montserrat Soto nos muestra del enclave en Mauritania no se asienta, a su vez, en otra destrucción despiadada precedente, no hace del cielo un ícaro, sino que en aire, en lugar de la caída estrepitosa, algo flota todavía. Tomamos unos versos de Roberto Juarroz para ilustrarlo:

“Tal vez nos derrumbamos
sin que caiga lo que cada uno es
y eso siga flotando como una serie de espasmos
algo más furtivos por el aire”4.

 

Puede ser que lo que aún permanece en flotación en Mauritania responda a una necesidad de aquel cuerpo –viejos cuerpos desaparecidos- que edificó en su día sin ir contra él mismo, porque él era también naturaleza. El cuerpo –decía Merleau Ponti- “es para el alma su espacio natal y la matriz de cualquier otro espacio existente”, y , “puesto que ve y se mueve, tiene las cosas alrededor de sí, ellas son un anexo o una prolongación de él mismo, están incrustadas en sus carnes, forman parte de su definición plena y el mundo está hecho con la misma tela del cuerpo”5. Y, si se rompe por completo ese tejido aglutinante, el ser humano, desprovisto de las conexiones necesarias para mantener en pie en su sentido profundo, sufrir una caída sin posibilidad de ascenso, un prolapso de consecuencias nada halagüeñas.

No obstante, la cámara de Montserrat Soto tiene el talento de convertir lo absurdo destructor en belleza. El aspecto fantasmal de los últimos invernaderos –habitados hasta ayer, no sólo por hortalizas, sino además por las manos anónimas que las cultivaban y cosechaban- muestra su propio drama mudo mediante despojos semejantes a los producidos tras la batalla o tras la fuerza del huracán. Un caos de residuos de objetos y materias uniformes en extinción, lo único que sigue vivo en las imágenes es la naturaleza con sus garras invisibles, ella es quien se ha resistido a perecer del todo, ganando la partida final después de la primera derrota. El otro “mar de plástico”, los otros invernaderos que pudimos contemplar en febrero de 2003 en Madrid, está captado también desde los adentros del trazado general de estos hostiles contenedores de vida que se mantienen erguidos. Enseña sus calles en fuga, la horizontalidad opaca y blanquecina de su envoltura provisional, la dureza paradójica del estado de una tierra que está dando fecundidad, la hermosa fusión, en ocasiones y gracias a una luz reverberante, de ese mar sintético e irrespetuoso con la inmensa claridad del horizonte.

Entre las construcciones de plástico, con su calidad impenetrable, cerrada desde fuera a lo que sucede en sus entrañas, y las vallas que la artista lleva a la fotografía desde antes de terminar la década de los noventa, existe una relación semántica evidente. Tomemos, por ejemplo, la obra “Sin titulo. Valla de contenedores” (2002): en ella es observable un primer término de suelo arenoso y, a cierta distancia de nosotros y sobre él, una precaria construcción en barrera con doble fila de barriles superpuestos que recorre toda la imagen. Es un cercado de desechos industriales, de contenedores abollados, oxidados y hasta rotos que cortan el paso e impiden ver lo que hay detrás. Sobre ellos, sólo un cielo luminoso y uniforme. El gran formato horizontal de este trabajo resulta igualmente muy significativo para el mensaje que quiere trasladar la artífice, como lo es el de otra gran valla de madera que realizó en 1997 y que también situó a ras de suelo.

Al condenarnos a quedar de este lado, Montserrat Soto apela al ejercicio de la imaginación, al mismo tiempo que pone de relieve la impotencia de penetrar en tantas incógnitas que ofrece el mundo y la existencia, No hay elementos de distracción en la radicalidad de estas fotografías. Su retina es selectiva de antemano, y selectivo sigue siendo el proceso que guarda el desarrollo de la obra incluso si acude a la intervención del ordenador. La barrera física supone el bloqueo, la imposibilidad de seguir adelante, pero mentalmente se puede continuar el camino a pesar de los obstáculos. Cerrando el paso, aquí da la impresión de que se busca el efecto contrario: una suerte de llamamiento a la mirada a ver más allá de lo que entra por los ojos habitualmente, a cultivar el ejercicio de una percepción de las cosas siempre inagotable.

Otras veces, las imágenes captadas en espacios abiertos son convertidas por la artista en visiones del paisaje desde las aperturas virtuales de un interior, que coincide con las salas de la galería o museo donde se expone la obra. Incluso con la habitación de un domicilio donde se encuentre alguna de ellas. Es como si la naturaleza entrara en estos recintos cerrados a través de los huecos elaborados a partir de fotografías de origen diferente y de la ayuda de medios tecnológicos. Así sucede en las series de los desiertos amarillos y de los desiertos negros, del año 2000. Los dos conjuntos muestran tierras baldías con una incidencia diferente de la luz: en el primer caso, revelando tonalidades ocre-amarillas recortadas en un gran cielo blanquecino y teñidas de tímidas presencias vegetales contrastantes, mientras que los desiertos negros hacen compatible su aridez sombría con notas oscuras de matorrales anónimos, bajo una atmósfera de albura y uniformidad. Estas series, de formato cuadrado y mediano, aparecen ya enmarcadas en ventanas fotográficas que corresponden a una intervención posterior a la fijación del paisaje por medio de la cámara.

Taladrar ilusoriamente los muros, dejando que un paisaje lejano se haga accesible a la vista y recalifique la habitación donde nos encontramos, alterando además su verdadera ubicación, es una de las notas que primero se perciben en estos trabajos. Aquí la artista nos mantiene, asimismo, a distancia del espectáculo. Miramos “a través de”, y no “en”. Vamos viendo el paisaje de un hueco a otro, de una ventana creada a otra, y a cada apertura le corresponde un fragmento distingo de naturaleza. Sin embargo, todo forma parte de la misma panorámica, acotada en secciones por el pretexto de los huecos de cariz arquitectónico. Alguna otra vez, es entre una ventana y una puerta por donde la visión del paisaje encuentra correspondencia. Y, de cualquier modo, el espectador está en otro lugar distinto, está a cubierto de la intemperie, separado por paredes del silencio de unas extensiones geográficas que no coinciden con el desierto sahariano y en las que, en ocasiones, se comprueba la huella avanzada del hombre.

En el mismo año de los desiertos a que nos estamos refiriendo, el 2000, Montserrat Soto realizó la video-instalación “Mar desde la ventana”, provista de cuatro proyecciones –dos en cada pared de una habitación rectangular- que recrean virtualmente las ventanas de una embarcación en su trayecto por un mar calmo plagado de islotes. La idea es similar a la de los desiertos, pero en esta ocasión, y gracias al movimiento de la cámara, el viaje parece físico. El paisaje acuático se va desvelando poco a poco, muy lentamente a través de las cortinillas de un barco que se supone de pequeñas dimensiones y donde tenemos la sensación de encontrarnos. Verdaderamente se trata de una travesía por el archipiélago de las Aland, cuando el Báltico se prolonga en el golfo de Botnia, entre Suecia y Finlandia, otro desierto natural al que accedemos desde un compartimento cerrado, a diferencia del agua marina que entraba por las irregulares oquedades-pantalla en el aljibe árabe de Cáceres para fundirse con el agua dulce, real y estancada, del lecho de ese depósito.

Dicha video-instalación , “Interiores” (2001), convertía el espacio arquitectónico de arquerías en herradura en un ámbito prodigioso, en una especie de gruta húmeda y umbría solo iluminada por las imágenes dinámicas de un mar próximo a la costa que desvelaba el flujo y reflujo de su oleaje, además de por el reflejo claro de las mismas en el agua interior que actuaba de espejo reduplicante en términos lumínicos, a la par que de elemento unificador de lo virtual y la realidad material. Un sonido acuático, amplificado y mixto, venía a completar la sensación natural de estas imágenes igualmente sometidas a un lento proceso de adecuación. Ahora no estábamos en un vehiculo en movimiento, sino en el corazón de un recinto estático perturbado por la naturaleza dinámica que entraba en él, que se hacia una con él.

Más recientemente, en el año 2003, la artista mostró en Madrid otro trabajo en video con sonido donde el protagonista es el viento. Si antes hablábamos de la tierra y del agua, esta vez es el aire quien entra, amenazante y perturbador, en el lugar cerrado y virtualmente subterráneo donde se encuentra el espectador. Lo que se ve son tres imágenes en zonas diferentes, con escaleras y arcadas que invitan a ascender y a salir hacia el arbolado que hay afuera. Pero el viento bate de tal forma ramas y hojas, y la impresión acústica es tan desestabilizadora, que el espectador prefiere con probabilidad quedarse dentro, en la oscuridad.

La obra de Montserrat Soto llama, como observamos, a la esfera sensorial, despertando la calma o el desasosiego. Reclama además el vínculo necesario entre hombre y naturaleza, poniendo de relieve que no somos otra cosa que su reflejo. Esta también es capaz de manifestarse en hostilidad con arranques no siempre previstos de violencia y de destrucción. Por otra parte, el paisaje, en su concepción amplia, está poblado de signos que nos hablan de nuestra propia constitución y de nuestra historia. Es el principal depósito vivo del conjunto de la memoria del ser humano, y en este punto inciden, asimismo, las obras que estamos comentando. Destruirlo o negarlo es destruir o negar una parte significativa de lo que somos y seremos. Pero, como vio Nietzsche hace mucho tiempo “ el hombre conoce el mundo en la medida en que se asombra de sí mismo y de su propia complejidad”6. Una tarea de introversión que cada dia choca más con la velocidad de arrastre que imponen los hábitos del entorno que vivimos. Tras la llamada sinestesia estas obras se dirigen, pues, al pensamiento, a la toma de conciencia de nuestra situación en medio de la situación general de las cosas.

De una doble destrucción, humana y paisajística, viene a hablar otra video-instalación reciente, que, sin título –al igual que los demás trabajos mencionados- y con la aclaración “Ciudad destruida”, nos remite con sus imágenes a la localidad aragonesa de Belchite, el antiguo asentamiento ibero llamado Beligio, donde Amilcar Barca, padre de Anibal, fue derrotado en el año 228 antes de Cristo. Lo que se nos muestra aquí de Belchite son los efectos de la destrucción llevada a cabo durante la guerra civil española, y no la reconstrucción anexa. La memoria histórica de unos hechos sangrientos se hace presente de una forma sutil, en la fuga de unas calles desoladas donde apenas se sostiene el esqueleto desmembrado de unas casa en el medio rural para las que un dia ya lejano hubo cierto esplendor.

A la ciudad destruida accedemos con la mirada y, virtualmente, con los pies traspasando la puerta arqueada que enmarca, desde dentro, la escena. No hay nadie allí, pero la presencia humana está por todas partes. Está incluso en el sonido asociado a la imagen, seguir corriendo, en una huida desesperada que tiene por compañía el ladrido de los perros y algún disparo de escopeta. Un escape esforzado y furtivo hacia no se sabe qué lugar. La luz va cambiando en las imágenes a lo largo de los diez minutos de duración. La noche se hace paulatinamente dia; los faroles existentes en medio de la desolación se van extinguiendo para alumbrar más tarde, como un símbolo, con presencia auténtica, de la conversión de la muerte en nuevo aliento, en el ciclo vital observable en la naturaleza.

En Belchite el pasado está presente por las calles con maleza y no asfaltadas que sustentan lo que fueron casas de varias alturas. La vida se fue de manera traumática de ese paraje concreto, pero la imaginación puede revistarla siguiendo el hilo amargo de la arquitectura rota. Algo sigue flotando en el aire igualmente aquí, a pesar de que ni la latitud, ni el tiempo, ni los sucesos coincidan con la lejana Ouadane, registrada también recientemente por la artista. Lo que, debajo de las imágenes, interesa de estas obras realizadas por distintos procedimientos es el secreto que contienen. La fotografía fija solo un instante y, sin embargo, esa fracción mínima puede tener la capacidad de despertar otros momentos a la hora de la percepción. El video, por su lado, implica el movimiento, la sucesión temporal, aunque, en Belchite, Montserrat Soto detuvo su cámara a fin de que los cambios se centraran sólo en la evolución de la luz. Día y noche podrían leerse en este caso como metáforas de la historia del lugar.

Con agudeza, Susan Sontag ha escrito que “una fotografía es a la vez una pseudopresencia y un signo de ausencia”7. Y es quizá la conciencia de dichas propiedades lo que motiva a Montserrat Soto a hacer que el espectador se involucre, con su cuerpo y su mente, en la peculiar realidad de las imágenes representadas, fusionando la realidad que de inmediato le concierne con la otra diferente y nunca del todo ajena, su presencia tangible con la intangibilidad o ausencia corporal de lo captado a partir de una existencia cierta. Sólo así la obra se torna de verdad presente y se acortan las diferencias entre situaciones espacio-temporales, a la vez que lo material se encuentra con lo inmaterial. El arte es el medio más capacitado para llevar a cabo este prodigio necesario.

 

Aurora García, Madrid 2004

 

1 Susan Sontag. Sobre la fotografía, Edhasa, Barcelona. 1981, p. 178

 

2 Carl G. Jung. El hombre y sus símbolos, Caralt, Barcelona, 1984, p. 80.

 

3 Georges Bataille, La experiencia interior. Taurus, Madrid 1989, p.87

 

4 Roberto Juarroz, Poesía Vertical, Visor, Madrid, 1991, p. 180.

 

5 Maurice Merleau-Ponty, El ojo y el espíritu. Paidós, Barcelona, 1986, cf pp. 15 ss.

 

6 Friedrich Nietzsche. El libro del filósofo. Taurus, Madrid, 1974, p. 46

 

7 Susan Sontag, Op.citp. p.26