La piedra en el tiempo

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José Jiménez

 

Mienten mucho los poetas: “los poetas mienten demasiado”, escribió Friedrich Nietzsche (1892, 132) en Así habló Zaratustra. Y, dándole la vuelta a Goethe, quien en abierta expresión de idealismo hacía decir al Coro místico en uno de los versos que cierran Fausto: “Todo lo perecedero no es más que un símbolo”, Nietzsche proclama justamente lo contrario: “¡Todo lo imperecedero –no es más que un símbolo!” Lo que Nietzsche cuestiona es la fabulación de eternidad, por la que la poesía y el arte en general introducen en el espíritu humano la ilusión de perdurar, de permanecer, cuando la vida en todas sus manifestaciones es tránsito, fugacidad.

Conducir el arte a la verdad, eliminar en él la mentira del ideal, supone articular sus materiales en torno a esa cuestión: todo perece, que constituye el núcleo de la condición trágica de la existencia, para la que la mejor respuesta es la acción creativa del arte. Una acción que da vida, aun asumiendo que todo es efímero: afirmación de la vida sobre la muerte, con la consciencia lúcida de que ésta es en cualquier caso inevitable. Por eso Zaratustra afirma: “De tiempo y de devenir es de lo que deben hablar los mejores símbolos: ¡una alabanza deben ser y una justificación de todo lo perecedero!” (Nietzsche, 1892, 132-133).

Si esta dimensión: el sentido trágico de la existencia, había venido siendo el hilo conductor de la trayectoria artística de Montserrat Soto, con el papel crucial que siempre ha dado al silencio y la soledad en las series de sus obras, ahora, en sus últimos trabajos, ha alcanzado todavía mayor densidad y relieve. Escrito sobre piedra integra un conjunto de modulaciones fotográficas y un vídeo. Empleo el término modulaciones, porque se trata de fotomontajes que sintetizan o modulan, en el sentido musical del término, espacios y tiempos diferentes, como en Arcos de ciudad: fotografías de gran formato en las que los arcos de una mezquita enmarcan escenográficamente las calles que muestran los signos de los conflictos sociales y raciales en la Nueva York de los años noventa.

Una balaustrada de hierro de carácter industrial, antepuesta a las imágenes de calles y casas semienterradas por las dunas y el polvo del desierto, nos sitúa en una especie de mirador virtual, desplazándonos hasta la ciudad mauritana de Chinguetti, literalmente devorada o engullida por las arenas, hasta el punto que sus habitantes se han desplazado a otro emplazamiento en la proximidad, abandonando la antigua ciudad a la muerte.

Las imágenes de Ouadane, otra ciudad mauritana, construida en el siglo XII, y que conoció una notable prosperidad al estar situada en las rutas de las caravanas, hasta que el desencadenamiento de una guerra civil llevó a su destrucción, nos muestran las ruinas de los edificios de piedra a través de un deslizamiento del objetivo que provoca efectos de superposición, encuadramiento y distorsión de la mirada, hasta convertir los amontonamientos de piedra en extraños monumentos exentos, resultado de una pasión que nos es desconocida.

Un procedimiento similar, de modulación y ensimismamiento de la imagen, es el que advertimos en las grandes fotografías de los Invernaderos, tomadas en la comarca almeriense de El Ejido, y que nos muestran la ruina de la tierra, la necesidad de dejarla en barbecho durante un largo periodo de tiempo, provocada por la utilización de fertilizantes. Un efecto subrayado dramáticamente por los plásticos hechos jirones, irremediablemente efímeros por su propio carácter de habitáculos meramente provisionales para el cultivo.

Por último, el vídeo: Sin título. Ciudad destruida. Imágenes rodadas en el pueblo abandonado de Belchite, que Franco quiso dejar así: signo inmemorial de la guerra, para recuerdo de su primeria victoria sobre los republicanos. Imágenes que nos dejan ver, a través de una secuencia sutil de paso del tiempo que fluye sin cesar de la oscuridad de la noche a la luz diurna, tan sólo el ruido de una persecución cuyos protagonistas nunca vemos. Lo que queda, únicamente, es la escenificación de una ausencia. Oímos los pasos, que pasan de ser lentos a convertirse en acelerados, el jadeo, los sollozos… de alguien a quien no vemos, enmarcados por ruidos extraños, por disparos y ladridos de perros, en un círculo continuo, en el que tan sólo actúa como pequeña transición regeneradora el murmullo del agua que cae, como en un manantial. En un loop de unos diez minutos de duración vivimos la incertidumbre de un espacio inidentificable en la noche cuyas formas de calles desiertas, pobladas sólo por sonidos, se van haciendo reconocibles con la luz del día, hasta volver una vez y otra a la noche.

Todas estas piezas: las fotografías y el vídeo, son reconocibles como nuevas propuestas de un género, la estética de las ruinas, que inevitablemente transmite una impronta romántica, pues fueron ellos, los románticos, los primeros que supieron reconocer la extraña belleza de los restos de acontecimientos y construcciones humanas, expresión de lo inalcanzable de la utopía, huellas del inevitable fracaso de los sueños humanos de omnipotencia. Y, por otra parte, qué nos queda como materia cantable, sino el resto, como ya decía Paul Celan. Qué otro material, sino los restos, puede ser argumento visual del arte en esta época de sobreproducción y desechos incontrolables en las sociedades industriales, dramáticamente contrapuestos al hambre y la necesidad de tantos en otros cauces del planeta.

Inscritas en una temática de aliento romántico, de romanticismo rebelde, las piezas de Escrito sobre piedra son, ante todo, un canto a la soledad, un poema visual de la experiencia de la desolación. En ellas, el carácter circular del tiempo, que se hace particularmente evidente en el vídeo, viene a reforzar y dar coherencia a esa dimensión trágica, en el sentido que antes precisé.

Pero, ¿qué papel juega específicamente la piedra en esas diversas modulaciones de la imagen que propician una puesta en escena muy concreta, esa escenificación de la ausencia…? La propia Montserrat Soto lo aclara en un escrito donde precisa el concepto de su exposición: la piedra “es un material que ha ofrecido la perdurabilidad a través de los siglos”, y añade: “es el límite del lado protegido” y, en otros casos, “el camino y la frontera, en un caminar hacia ningún sitio”. Algo que los estudios antropológicos refuerzan en un sentido muy concreto: siendo todos los elementos de la naturaleza, animados o inanimados, susceptibles de ser utilizados en rituales de consagración, el hecho de que las piedras, en los ámbitos culturales más diversos, sean elegidas para ello con mucha mayor frecuencia tendría una explicación fundamental: “La gran obsesión que recorre todas las ceremonias de divinización es el deseo de inmortalidad” (Hocart, 1970, 53). Y es que, obviamente, las piedras son un buen símbolo material de la perduración.

Lo que articula este conjunto de obras es la destrucción de la piedra, mostrando toda una serie de “espacios caducos, vencidos por el tiempo”. La piedra que, escribe Montserrat Soto, sería en nuestras ciudades “arquitectura donde escondernos”, y que las imágenes de sus obras nos permiten ver sometida a un proceso plural de destrucción: “a través de la naturaleza, como puede ser la arena en el desierto, o por una problemática social actual (de desidia, abandono, de efectos sociales y económicos), o por una guerra civil de hace tres siglos en Mauritania, o por nuestra propia guerra civil”. Lo que se nos transmite es una actitud muy concreta: rebeldía. Se invita al espectador, protegido detrás de arcos, detrás de vallas, a tomar consciencia del ciclo destructivo de la historia humana, y a intervenir en un sentido de regeneración, de afirmación de la vida.

Las obras de Montserrat Soto constituyen una especie de viaje ensimismado, un desplazamiento circular en el tiempo, a través del cual alcanzamos a ver que lo único que de verdad perdura, es la fugacidad de todas las cosas, incluso de la piedra. Por eso, tanto las fotografías como el vídeo, actúan como símbolos, como alabanza y justificación de todo lo perecedero. Nos llevan al territorio sombrío de La tierra baldía, The Waste Land, de T. S. Eliot (1922, 78): “Ciudad irreal, / bajo la niebla parda de un amanecer de invierno, / una multitud fluía por el Puente de Londres, tantos, / no creí que la muerte hubiera deshecho a tantos.” Versos que, como los días y las noches, vuelven, se repiten, más tarde en el poema, en otra hora del día: “Ciudad irreal, / bajo la niebla parda de un mediodía de invierno” (T. S. Eliot, 1922, 85). El tiempo no existe.

La escenificación de Escrito sobre piedra induce, así, una inversión de los sentidos habituales de los rituales y ceremonias de divinización. En lugar de evocar lo eterno, lo imperecedero, se trata de propiciar la lucidez trágica, y por ello más intensamente creativa, de que todo, hasta la piedra, está sometido al vértigo irreprimible de la destrucción.

Escenificación propiciadora, por tanto, de la acción, de la incorporación del espectador en la obra. La ausencia de personajes en las piezas busca conseguir que el espectador se cuestione e interese por el espacio: si no hay figuras, es más fácil que el espectador se incluya a sí mismo dentro de la imagen, que pase a formar parte de la misma. Así, en ese tránsito incesante, lo que se evoca es la ausencia. Resuena en nuestros oídos, “lo que dijo el trueno”: “Aquel que vivía está ahora muerto / nosotros que vivíamos estamos ahora muriendo / con un poco de paciencia” (T. S. Eliot, 1922, 90). Todo fluye, nada permanece. Montserrat Soto lo ha dejado Escrito sobre piedra. Recuerdo que T. S. Eliot (1922, 81) recuerda el carácter fluído que ocasiona la herida del tiempo: “Perlas son estos que fueron sus ojos”. La vida es irreprimible, en el curso de la destrucción.

 

Referencias

- T. S. Eliot (1922): La tierra baldía, en: Poesías reunidas 1909/1962. Introd. y tr. cast. de José Mª Valverde; Alianza Editorial, Madrid, 1978, pp. 77-100.

- A. M. Hocart (1970): The life-giving myth; Methuen, Londres. Tr. cast. de A. Cardín: Mito, ritual y costumbre. Ensayos heterodoxos; Siglo XXI, Madrid, 1975.

- Friedrich Nietzsche (1892): Así habló Zaratustra. Introd., tr. cast. y notas de A. Sánchez Pascual; Alianza, Madrid, 1972.